(Adelanto Nº 68) "La sangre en el ojo" (*).

Dr. Daniel Izrailit

Revista Sinopsis
Imagen Cedida por el Dr. Daniel Izrailit


Dr. Daniel Izrailit, psiquiatra, docente (UBA) Capítulo Arte y Salud (APSA).
Autor de “La Profecía del Criminal”, “El coleccionista de palabras”, “Las formas de la ausencia”, “Pulmón de manzana/ postales de cuarentena”, “Ocho crónicas de los 80'(en El Lanús, la generación del '80)”.
Co-compilador de Arte y salud, apuntes sobre teoría y clínica.


--Sí señora, es acá,-- dice Gervasia Vega en un hilo de voz-- Siéntese por ahí nomás, y espere un ratito que recién entraron a un acuchillao y por el color que traía no creo que tengan para mucho con él. ¿Qué como estoy tan segura? Mire señora, hace catorce años que vengo a este lugar todos los días y he visto tanto acuchillao que si le digo que éste sale con las patas pa delante, póngale la firma que es así.

Gervasia Vega no miente ni le suele errar en los vaticinios. Se la puede ver a diario en la antesala de la Guardia, los ojos espantados a punto de soltarse de sus órbitas, el rostro de color muerte, las manos contra la pared, los brazos extendidos, y la cabeza sumergiéndose rítmicamente entre ellos, buscando el aire con desesperación. Al rato está sentada dentro de la Guardia recibiendo nebulizaciones e inyecciones casi imposibles en esos enormes hematomas con ínfimos islotes de piel sana que son sus brazos, una cartografía de su larga enfermedad respiratoria. Cuando al cabo de una hora Gervasia Vega recupera el aliento y el color de los vivos, sale de la Guardia, y en el pasillo, nomás, se prende un pucho suelto a medio fumar que aparece hurgando en recónditos bolsillitos, y se va saludando a todos con un hasta mañana.

Así viene ocurriendo desde hace catorce años, la época en la que llegó a Budge desde La Tablada, en especial los domingos, cuando su marido está en casa, pero también los viernes en que trabaja como doméstica en Capital, donde por una razón u otra siempre le pagan de menos, o cualquier otro de los días de la semana, porque su hijo Lucio, que según le dijeron tiene esquizofrenia, se pone a tirar cuchillos y el Halopidol es imposible de comprar y ya le prometieron tantas veces que se lo iban a conseguir pero el puntero ahora está con el tema de las chapas y los colchones, entienda señora, las prioridades son los inundados. En el último tiempo las crisis de Gervasia se han intensificado y ya no hay día en que no venga al hospital a buscar el aire y el único tubo de oxígeno no siempre está a disposición y ya no hay venas ni tramos de venas donde inyectar nada. Su presencia es tan estable, que ha pasado a convertirse en una referencia geográfica más segura que el mismo mobiliario (que por esta época cambian de lugar permanentemente o los carteles indicadores que requieren saber leer). Cuando hay que orientar a algún paciente hacia la Guardia, en la mesa de entrada dicen: “siga el pasillo doble a la izquierda y cuando vea a una señora muy alta con los brazos sobre la pared respirando ruidosamente, ahí es”. A Gervasia Vega, los médicos de la Guardia la han enviado a Psicología, tantas veces como ella ha rechazado la indicación aduciendo que con los problemas que tiene, no puede perder el tiempo hablando. Finalmente, un médico joven recién recibido, o quizá un estudiante avanzado, decide ocuparse personalmente del asunto: la trae del brazo a Gervasia Vega hasta el “Servicio de Psicología” (un cuarto de dos por dos que hasta las 9 de la mañana funciona como Hemoterapia) la presenta escuetamente, la sienta en mi consultorio sin preguntarme cuánta gente está esperando y se marcha después de hacerme un gesto con los ojos y la cejas que podría traducirse como que dios lo ayude.

Gervasia Vega ahora está frente a mí, enorme, jadeante, oliendo como una montaña de nicotina, y me mira fijo.

--Me han dicho hasta el cansancio que no puedo seguir fumando ni haciéndome problemas. Pero yo les digo: ¿Cómo voy a dejar el pucho si me viene acompañando desde los once años, desde la época en que mi padre me molía a golpes y yo me iba al terrenito de atrás a llorar y fumar, llorar y fumar hasta que no me quedaban más cigarrillos ni lágrimas? Cómo voy a dejar el pucho, si es el compañero más fiel que he tenido, no como Luna que a los tres meses de vivir juntos, estando yo con el bombo, ya me hacía los cuernos con la panadera, y yo como una tarada le compraba los miñones que amasaba con las mismas manos que manoseaba a Vega, la muy turra. Mire si será fiel el pucho, que en las peores épocas, cuando el nene se perdió, y que después me apareció internado en el Melchor Romero de La Plata, que fue para la misma época que a Luna lo echaron de la Policía por matar a un preso a patadas, yo vivía a mate y cigarro. Mi finada madre decía “esta chica come humo” y un poco que tenía razón. Pero le voy a decir que después de un tiempo, es como que el tabaco le marea el estómago y el hambre queda mansito y ya no lo jode más a uno, con el perdón de la palabra. También me dicen, no se ponga nerviosa, me dicen, que le afecta los bronquios. Pero yo les pregunto “¿Se puede vivir tranquila después de lo que pasó el año pasado en mi casa? Usté lo ha de saber porque acá en el hospital se enteró todo el mundo. Veo que se me queda calladito y me pone cara de no entender, espero que no sea de esos psicólogos que nunca dicen nada. Bueno por ahí usté es nuevito acá y de verdá no lo sabe y si es así me disculpo y le paso a contar.

Gervasia estira distraídamente el brazo, agarra un tubo con sangre que tiene pegada una cinta adhesiva blanca con el nombre del dueño de la sangre y se pone a jugar con él. Lo inclina, la sangre llega hasta el borde, roza la goma que lo cierra. Con el índice le señalo el tubo y de inmediato lo deja en su lugar.

Fue para la última navidá. El nene ya andaba emponzoñao con Luna, que viene a ser el padre y que es un patotero, un loco, siempre fanfarroneando de como sólo él se enfrentaba a los chorros, hacía cantar a los presos más duros y despellejaba a los guerrilleros. Pero ese día me insultó feo, muy feo, me dijo “vaca asmática” Yo le contesté feo también, porque no he sido ni soy mujer de dejarme atropellar, y Luna que se me vino encima con ojos de asesino. El nene, como siempre calladito, cazó lo primero que encontró, un sacacorchos, y lo ensartó justito en el ojo derecho. Como a un corcho podrido se lo dejó, hecho polvo, así se lo dejó, si usté lo hubiera visto. Por eso ahora, cada domingo que vuelve Luna con el parche y se hace el gallito, porque le digo que los humos no se le bajaron, el nene agarra el sacacorcho, lo mira fijo al ojo bueno y pone cara de querer emparejarlo. Luna que tiene más revólveres ahora que cuando era policía, se la tiene jurada y tengo el mal pálpito que en cualquier momento me lo mata al nene.¡Y me piden que no me ponga nerviosa, me piden!

Abro la boca, lo que puede entenderse como un intento de decir alguna cosa, pero es solo eso, una boca que se abre.

--Usté es el dotor, es el que sabe porque para eso estudió, pero si me disculpa, yo con mi inorancia le digo que no preciso que me digan cual es el problema, porque lo conozco bien. Y discúlpeme, pero no se arregla con charlas ni con pastillitas.

--¿Y cuál es el problema?--, pregunto

--El problema es que Luna se quedó con la sangre en el ojo.

Enseguida se empieza a ahogar y yo que no tengo ni una gota de aire para ofrecerle, la tomo fuerte de la mano, la miro a los ojos y entonces comienzo a respirar profundo y lento, como si por un instante, absurdamente, le prestara mis pulmones.

* Primer premio, Certamen de Cuento Corto, Hospital Zubizarreta- Sociedad Argentina de Escritores(SADE), año 2000.

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