Lo que el Duelo se Llevó

* Dra. Carolina Giacobone

Revista Sinopsis
Bosque de abedules (1902), de Gustav Klimt.
Tomado de: http://floresypalabras.blogspot.com/2013/12/gustav-klimt-bosque-de-abedules.html

Nunca más”, recitaba el ominoso cuervo de Edgar Allan Poe. Nunca más. Nunca más voy a disfrutar de su carcajada, nunca más voy a llorar de impotencia por su inquebrantable obstinación, nunca más un consejo preciso, una sonrisa de complicidad implícita, un correctivo de sabiduría para guiarme en el camino de la vida. La muerte se la llevó, y un 26 de Septiembre, a mis 30 años y siendo su única hija, mi mamá extinguió su llama y me dejó zumbando, a los tumbos, perdida, buscando mi rumbo en la oscuridad. Sólo me queda un bagaje, finito, y tantas veces cruel, de recuerdos y fotografías en mi mente, tatuadas a fuego.

Tuve mellizas un mes antes de que muriera mi mamá. El 5 de Enero me enteré que estaba embarazada, el 17 que mi mamá tenía cáncer de colon con metástasis en el hígado, y el 18 ya estaba dejando mi trabajo, mi casa, mi vida, para viajar de Dublín a Buenos Aires y emprender un viaje del que jamás volvería. Ángela, mi melliza mayor, me toma la mano mientras lloro, con apenas tres meses, y me la apoya en el pecho, como si supiera que su calidez es un bálsamo para mi corazón roto. Ángela es precisamente lo que su nombre indica, una mensajera del Cielo, luminosa, brotando de amor y alegría, paciente y compasiva. A los diez días de nacidas las mellizas, Lola, la menor, pasó diez días en terapia intensiva nenonatal. Nunca pensé que un ser tan pequeño, tan puro, tan inocente, podía, a la vez, ser tan inmensamente sabio. Porque Lola también es exactamente lo que su nombre significa, mujer Fuerte, mi faro de coraje, fortaleza, que ilumina con su curiosidad y su viveza la negrura que me envuelve.

Hay días que son agónicos, otros días son insoportables, y los mejores de ellos, son simplemente terribles. Hay días que pierden el sentido lógico del tiempo, y los minutos corren hasta convertirse en las pesadillas nocturnas. Porque cuanto más inquebrantable el lazo de amor, más duele el duelo, y la pérdida, sea tortuosa y lenta, o súbita e inesperada, nos deja indefectiblemente perdidos. La psiquiatría nos enseña las etapas del duelo, la diferencia tan esencial (y que ahora comprendo, tan efímera), con el trastorno depresivo mayor, o en mi caso, con depresión posnatal. No hay linealidad en el duelo, no hay explicaciones científicas ni terapias mágicas que aceleren su cruel curso. Me cuestiono mis nociones como psiquiatra, como psicoterapeuta, me pregunto cómo conciliar ser madre primeriza de mellizas con ser una hija única, y sola, perdida en mi pérdida. “Arriba el ánimo”, “sos la persona más fuerte que conozco”, “tu mamá no querría que estés triste”, “está siempre con vos...está en todos lados...está en tu corazón...está en tus hijas...está en tus recuerdos...está, está, está”. No, no es cierto. Mamá no está. No está más conmigo. No voy a escuchar más sus suaves consejos, sus firmes correcciones, sus enojos obstinados. No voy a ver más su ojos bicromáticos, el contraste de su pelo azabache con su piel aperlada, su sonrisa silenciosa cuando nos comunicábamos por telepatía.

La gente, sobre todo la más cercana y querida, escucha sus propias palabras para defenderse del dolor de aquel que ven sufrir. El sufrimiento ajeno, y ni mencionar el propio, asusta, aleja, nos deja perplejos. Concebimos culturalmente al sufrimiento como enfermedad, patologizamos el duelo como si fuera un tumor a remover, una hernia a operar, una miopía a corregir, no sea cuestión que se vuelva una enfermedad crónica! “Ponele fecha límite a tu dolor”, “todo pasa”, “hasta el dolor tiene fecha de vencimiento”, “pero va cediendo de a poco? Decime que estás mejor”. El duelo es una herida, profunda y sangrante, en el centro del alma. Cicatrizará, cuando pueda, cuando deba, cómo pueda, y cómo deba, y dejará una marca, eterna, con la aprenderemos a convivir. Seremos seres espirituales más elevados habiendo aprendido grandes lecciones de ese tortuoso dolor, o seguiremos siendo simples seres humanos, eternamente heridos, pero construyendo una vida que sepa existir no a pesar, sino con ese dolor. Y sí, tal vez, duela para siempre, y no por eso estamos fallados.

La vida, a veces, nos hace víctimas de sus tragedias. Mi mamá y su cáncer en el estadío más avanzado con su única hija embarazada por primera vez. Hay tragedias colectivas, que nos duelen en sociedad. La desaparición de María Cash. El asesinato de Ángeles Rawson. El hundimiento del ARA San Juan. El atentado a la AMIA. Pero ser víctima no es sinónimo de inspirar pena, ser un doliente es ser preso de un aluvión de sensaciones que los códigos del lenguaje no alcanzan para describir. Se vacía el alma, pero se aploma el pecho, con un peso que hace que respirar parezca un acto de tortura. No importa la magnitud de la tragedia, no importa si son íntimas o compartidas, no importa si es la primera o la quinta pérdida, porque para el dolor, los tiempos son ficticios, los momentos no son lineares, las escalas son espejos de colores, y las palabras de consuelo son susurros sordos. El dolor es sólo dolor.

Hasta el 24 de Agosto, estaba segura de que las contracciones de mi parto inducido, con una anestesia que no funcionó, habían sido el peor dolor de mi vida. “Respirá a través del dolor, con el dolor,” me enseñaba la partera, “empujá con todo lo que tengas, con todo lo que sos, en el momento que el dolor sea más intenso”. Y uno, como ser humano, quiere huir de esa noción, el instinto es escapar del dolor, protegernos, amurallarlo, adormecerlo. Ahora, que me duele el alma, no puedo olvidar a esa partera, porque cuando el dolor es compresivo, invasivo, cuando se convierte en nuestro todo, lo único que podemos hacer es respirar. Y cada vez que respiramos, cada día que nos levantamos y respiramos, cuando dejar de respirar sería un camino más tentador, es un increíble éxito. Esta carta no es una lección, no es un adoctrinamiento, ni siquiera es un intento de consejo. Es la expresión cruda del dolor intenso y reciente, es un deseo que de algún otro se sienta reflejado en este espejo, se sienta menos solo, menos vacío, y menos incomprendido en su dolor.

El duelo no se cura, no debe ser curado. El duelo se vive. Cuál es el punto de construir muros alrededor de él y fingir que estamos bien cuando no lo estamos? No hay vergüenza en el dolor, podemos mirarle su desfigurada cara y aun abrazarlo. Nos apaga, pero puede no destruirnos, nos invade, pero puede no inundarnos. Sí, es una niebla que ciega los ojos, que tiñe la vida en una escala de monotonías grises. Pero no somos cobardes por llorar, somos admirablemente valientes en cada acto que, a pesar del dolor, seguimos respirando, en cada acto que, a pesar de querer rendirnos, seguimos enfrentando el sinsentido. Coraje, doliente! Coraje que aferrándonos a esos pequeños triunfos, un día, tal vez, le encontremos algún sentido.

Mi marido ronca mientras escribo estas ideas desordenadas. Mi perro lo imita en unísono, mientras mi gato se pregunta por qué me desconsuela la noche si es su momento preferido. Las mellizas respiran suavemente, y así, admirando su paz, descubro que el dolor profundiza la perspectiva de la vida. Qué lección dura y cruel es enfrentar el arrebato repentino de una vida tan amada. Porque mis proyectos con mi mamá se truncaron, los sueños que la incluían se frustraron, los planes futuros se desarmaron. Ya no hay un futuro con mi mamá, ya no hay nada más con ella. No va a ver crecer a sus nietas. No me va a ver florecer en mi carrera. No me va a dar la mano cuando no encuentre mi rumbo. La muerte me la robó, y con su vida, se robó una parte mía. Vida es, entonces, lo que el duelo se llevó. Pero a la vez, vida es lo único que me queda, que nos queda. Una vida transformada, una vida con una tristeza eterna de conviviente, una vida abierta a extrañas posibilidades, una vida en búsqueda de nuevos sentidos, una vida sin madre pero con dos hijas, una vida sin ella pero con ellas. Por todo eso entiendo ahora que, vida, también, es lo que el duelo me dejó.

*Dra. Carolina Giacobone.
Médica Psiquiatra residiendo en Irlanda.
Autora de “Lucy in the Skye”


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