El coronavirus: ¿tan igual para todos y tan diferente para muchos?
Lic Erica Salzberg Barenblit. ,
Psicóloga clínica,Psicoterapeuta.
Utrecht – Amsterdam (Holanda)
info@ericasalzberg.nl
http://www.ericasalzberg.nl/index.html
Agradecemos a la Lic. Erica Salzberg Barenblit por su escrito sobre los efectos de la pandemia en Holanda. Nacida en Buenos Aires, creció en Barcelona ciudad donde estudió psicología, habiéndose formado en psicoanálisis así como en otros abordajes psicoterapéuticos. Reside en Holanda y trabaja en su práctica clínica en De Meern (Utrecht) y en la institución Adagio Amsterdam.
En el presente artículo - escrito en Agosto de 2020 - nos muestra una perspectiva de los efectos sociales y psicológicos en la población a partir del contexto actual, y las particularidades del país en donde se encuentra ejerciendo su profesión.
La incorporación del presente artículo fue posible gracias a la tarea de Corresponsalía de la Dra. Valeria Fernandez.
Valeria Mendizabal, kiosco de revistas calle Corrientes, fotografía, 2020
Agosto 2020.
Es difícil, en todos los órdenes de la vida, tolerar las diferencias. Y cuando se declaró la pandemia, se afirmó que el virus era igual para todos. En cierto sentido eso es cierto: todos podemos contagiarnos. Sin embargo, y aunque de manera silenciosa, el coronavirus no hace más que acentuar las diferencias y propiciar desigualdades.
Se me pidió escribir sobre la pandemia en Holanda. Lo que traigo en estas páginas es un enfoque parcial, una visión evidentemente limitada, y no pan-démica, desde la convicción de que querer ver todo conduce a no ver nada. No intento, en consecuencia, tomar el todo, sino aquella parte que me concierne. Y lo que me concierne es una clínica que se propone – junto a otros profesionales – la escucha a migrantes latinos que viven en Holanda, y acompañarlos por los recovecos de su salud mental. No pretendo, por lo tanto, generalizar ni presentar tesis globalizadoras sino compartir algunas reflexiones desde mi clínica en relación a lo que estamos viviendo: una pandemia que, ella sí, lo abarca casi todo. Esta pandemia, además de tener un enorme índice de mortalidad, lleva consigo no sólo efectos a nivel sanitario y económico, sino que también amenaza con ser la más mortal de las pandemias en la historia y, como no podía ser de otra manera, con tener un impacto psicológico y social extremadamente amplio (Tizón, 2020).
Tras una primera época de perplejidades tan impactantes como traumáticas, el virus va dejando en su recorrido una estela (de efectos) que nos obligan a interpelarnos sobre nuestra realidad. Como dije antes, se habló en un primer momento de que afectaba a todos por igual, ricos y pobres, blancos, negros y amarillos. El virus que no atiende a diferencias. Pero lo cierto es, finalmente, algo bien distinto y, aunque ¡el cuerpo es el cuerpo!, los recursos respecto a cómo manejarse con él, en lo que hace a su cuidado, higiene o salud, difieren enormemente de una a otra familia, de uno a otro contexto, dependiendo de la realidad a la que estén sujetos. En Holanda la respuesta de las autoridades se hizo esperar. El rechazo a medidas autoritarias y el miedo al efecto de un cierre en la economía retrasaron medidas que luego resultaron inevitables. Sin embargo, el confinamiento no llegó a ser total(izante). Las propuestas de las autoridades holandesas apelaban a la responsabilidad individual. Sin decretar un estado de alarma total, el gobierno pidió distanciamiento social y medidas de higiene como método para combatir el virus. Se cerraron escuelas, espacios culturales, instalaciones deportivas, y se minimizaron las salidas. En casos aislados, se cerraron parques y espacios abiertos para evitar aglomeraciones. La población holandesa, de tradición calvinista, resultó ser obediente. Y, si bien las medidas llegaron tarde, se consiguió evitar – por ahora – el confinamiento total.
Pero es un hecho fácilmente constatable que el virus ahondó las diferencias. Un estudio realizado por el Hospital del Mar (Barcelona) revela que, en los barrios más desfavorecidos, el virus impacta hasta 2,5 veces más que en las zonas altas de la ciudad (“La Vanguardia”, 10 agosto 2020), agranda el abismo entre (por ejemplo) los ricos y los pobres, el norte y el sur, creando una situación social, más allá de la estrictamente sanitaria, de la que es difícil aventurar una salida. Holanda no ha permanecido al margen de esos condicionamientos.
Está claro que también en Holanda la realidad y su marco están cambiando. Las coordenadas que los definían se tambalean, ahí sí, para todos. Entre esas coordenadas, las de presencia/ausencia, lejos/cerca, así como la incertidumbre de la temporalidad, tan vitales para los individuos, pero muy especialmente para la población migrante, toman una nueva dimensión.
Presencia o ausencia de los niños en la escuela, por ejemplo. Desde que el 8 de marzo se cerraran las escuelas, las aulas estuvieron vacías. Se volverían a llenar, con grupos reducidos, el 1 de junio, cuando los grupos de los chicos se partieron por la mitad para garantizar las distancias. Por otra parte, a raíz de la exigencia gubernamental se produjo un distanciamiento social, a veces aislamiento, que no fue para todos igual, a pesar de los esfuerzos de las escuelas y los maestros para llegar a los hogares. Algunos niños han podido sentirlos muy presentes, al tener padres que han podido integrar lo escolar en la casa y compaginar su trabajo con el hacerse cargo de una parte de la tarea educativa. Pero un segundo grupo de familias con menos recursos ha tenido dificultades para eso. Menor acceso a internet, padres con menos posibilidades de ponerse a enseñar o acompañar. Muchas de las familias en esta situación son inmigrantes, si bien no todas. Los inmigrantes han visto dificultado el desempeño del rol de su profesor, ya sea por la falta de medios económicos de la familia o de recursos educativos, pero además por las barreras que suponen no dominar el idioma y las diferencias culturales. Y, finalmente, está el grupo de los niños que han desaparecido absolutamente del radar institucional. El 9 de abril un importante periódico publicaba la desaparición del radar de 5.000 niños con quienes las escuelas (primaria y secundaria) no podían establecer contacto desde el cese de las clases. (“Volkskrant”, 9 abril 2020). Ausencias totales fruto de angustias pero también de carencias estructurales, desprotegidos como están los niños por servicios de protección a la infancia menguados, impotentes y también, por cierto, con carencias estructurales. El miedo al virus, al contagio, a lo desconocido, aumenta un desencuentro ya estructural entre las instancias, provocado por el miedo a la diferencia (entre otras cosas). La dificultad de integrar al otro con su particularidad es bidireccional. Este último grupo tampoco está constituido exclusivamente por inmigrantes, pero el miedo al otro, al diferente, lleva a menudo a familias extranjeras a un aislamiento que dificulta su acceso a las ayudas de los servicios sociales.
Los retrasos en la educación son también para todos y, una vez más, no para todos igual. Cuando el que los niños pudieran perder los contenidos académicos parecía asustar más que ninguna otra cosa a algunos padres, la realidad vino a demostrar que la gran pérdida era la de la presencia, la de la relación no virtual entre las personas.
Porque, como formuló Recalcati (2016): “El maestro no es aquel que posee el conocimiento, sino aquel que sabe entrar en una relación única con la imposibilidad que recorre el conocimiento, que es la imposibilidad de saber todo el saber”, “…de ahí la centralidad que adquiere el estilo. Todo maestro enseña a partir de un estilo que lo distingue. No se trata de una técnica ni de un método”, “… lo que perdura de la Escuela es el papel insustituible del enseñante”.
Sin embargo, esa falta también la padecen quienes tienen recursos para esperar, un poco menos desatendidos de “presencias”, la vuelta al aula con sus maestros.
En lo que respecta a las instituciones gubernamentales, y a pesar de los esfuerzos de trabajadores sociales y demás profesionales y del intento de llegar a todos con posters e información en todos los idiomas (incluído el castellano), se evidenció un desencuentro: el de unas instituciones que no incluyen, sino que “enseñan”, “civilizan” al de afuera, y que por momentos son incapaces de evitar la acentuación de la diferencia.
No es menos cierto, todo hay que decirlo, que en cuanto a solidaridad, el virus logró, no pocas veces, sacar también lo mejor de nosotros. Desde asociaciones y grupos e instituciones no gubernamentales, crearon innumerables iniciativas solidarias de redes de apoyo a familias, a padres, a personal de salud. En algunos, algo empieza a resonar: la única salida posible es la colectiva.
Fotografía Diana B. Mar del Plata
No es para menos. Esta pandemia hace caer ciertas seguridades sobre las que nos creíamos bien afianzados en la (así llamada) sociedad moderna, y abofetea nuestra soberbia. La realidad cambia sin parar y cuestiona nuestra manera de mirarla y medirla. Siguiendo a Laurent (2020): “La pandemia pone de manifiesto la vulnerabilidad del sujeto y sitúa, a modo de marca, que no hay garantías (…)”. Estamos en un momento de deslocalización de las relaciones humanas, así como anteriormente tuvo lugar la deslocalización de la producción industrial.
Así, por ejemplo, en tiempos de confinamiento, el espacio físico se hace otro, el adentro y el afuera se reformulan. En el mejor de los casos, el sentido del humor ayudó a soportar la encerrona: en España, por ejemplo, ir fuera de la habitación era el paseo diario y pasear al perro se transmutó en epidemia. En el peor de los casos, el encierro puso de manifiesto lo difícil que es vivir pegados, así como la necesidad de un espacio físico personal que posibilite vivir y dejar vivir sin destruir ni ser destruido.
También las coordenadas del espacio migratorio se borraron en tiempos de confinamiento.Las familias migrantes se debaten en una identidad de espacio dividido. La realidad interna, tan arraigada a menudo al país de origen, llevó a muchas de ellas a confinar de la misma manera que lo hacían allí sus compatriotas, lo que en muchos casos comportó enfrentamientos con las regulaciones holandesas. Por ejemplo, la obligatoriedad de ir a la escuela frente al miedo a hacerlo. El entretejido de esas actitudes es, por supuesto, variable y se manifiesta de forma diferente en cada caso, pero los hilos que lo mueven tienen que ver con las identificaciones más primarias así como con la añoranza, los miedos o la culpa por estar lejos.
La vivencia de distancia se vuelve a esfumar como consecuencia de la angustia padecida sin objeto transicional que alivie el dolor. De igual forma se esfuman las barreras geográficas cuando los encuentros se hacen en el espacio Zoom. En Zoom es indiferente dónde se viva; su uso permitió, durante un tiempo, la ilusión de la no distancia. ¡Los añorados encuentros familiares de los domingos volvían a ser posibles! Aunque, después de los primeros y emocionados abrazos virtuales, afloran, por supuesto, las rencillas, los desencuentros, los patrones disfuncionales en la reunión virtual. Las certezas se desvanecen. Ese buen abrazo que calma el sufrimiento del otro más cercano ha debido ser reemplazado por otra cosa, a modo de “tratamiento sustitutivo”.
Ese movimiento se revela también en la práctica y en el decir de los pacientes. Uno de ellos hablaba de tener la sensación de volver a vivir en España. Las reuniones familiares regulares le hacían sentirse más cerca. Pero el enojo y la angustia afloró al ver que el des-confinamiento implicaba una pérdida de ese nuevo espacio creado. “Ahora ya no están tan pendientes del ordenador y vuelvo a sentirme muy lejos”. De nuevo, la oposición de los contrarios: lejos vs. cerca, presencia vs. ausencia, cuando la realidad implica, efectivamente, que las distancias se hacen más grandes a causa de la dificultad de viajar. La incertidumbre acecha. ¿Cuándo podré volver a ver a los míos? ¿O viajar a Sudamérica?
También en la clínica el espacio físico de las consultas debió ser sustituido por el virtual. Personalmente, encuentro la discusión sobre la idoneidad o no de la terapia online absolutamente obsoleta. Terapia es posible si hay demanda y hay otro que pueda escuchar. El espacio donde se encuentran terapeuta y paciente debe ser un espacio libidinizado. Un espacio que se construye con el otro, a través del afecto que se pone en él ( Ranciere, 2006). La transferencia (Freud, 1912; 1932) implica el sostén en el que se pone en juego la neurosis. Para Lacan, la transferencia se instaura entre sujeto y Otro, y en ella deseo y posición subjetiva son elementos esenciales (Lacan, 1987). En la pandemia investir la transferencia y construir el espacio implicó pensar, para cada paciente y con cada paciente, cómo construir ese espacio juntos. Sesión con imagen o sin, online o por teléfono, y debiendo garantizar al máximo la privacidad, a veces imposible en situación de confinamiento. Pensar en el caso por caso cómo facilitar el contacto y atender a la particularidad de cada uno de ellos. El paciente obsesivo que escoge hablar con imagen, pero coloca el teléfono tan cerca que sólo deja ver un fragmento de su mejilla y no sostiene la mirada; La paciente psicótica que necesita la música tan alta para que la conversación telefónica no sea escuchada por esos enemigos acechantes tan reales para ella. Cada uno construye su espacio como puede y es función del analista el poder acogerlo y usar su mejor creatividad para ofrecer al paciente los hilos para que pueda ponerse en juego la transferencia. A veces, hasta debe ser con grandes filigranas, cuando por su estructura el paciente requiere del cuerpo a cuerpo y la simbolización se hace más difícil.
Este virus nos enfrenta con algo que el psicoanálisis ya conocía. Se repite y retorna en forma de brotes y olas. Y cada vez con algo nuevo que consigue sorprendernos. En cada repetición nos interpela y nos obliga a reflexionar sobre cómo organizamos nuestra realidad. Si no estamos atentos, dejamos que los efectos nos separen (y enemisten), nos alejen los unos de los otros. Buscar culpables en el otro y protegerse del extraño son fenómenos que desgraciadamente ya empiezan a emerger. Según S. Žižek, incluso a otro nivel, el coronavirus hace detonar otro virus, el ideológico, que ya estaba latente y que es igual de peligroso (Žižek, 2020).
Nos ha tocado vivir una época difícil, de grandes contrastes, de lejanías y a la vez cercanías, de incertidumbres e inseguridades. De soledad y aislamiento, de distanciamiento social, de dificultad para implementar iniciativas solidarias de ayuda social desinteresada. De añoranzas, de impotencia, a veces, junto con una necesidad grande de reinventarnos.
Y todo ello podría llevarnos o bien a la posición melancólica de un duelo imposible por lo perdido, o bien a la reinvención de otras maneras de manejarnos en la nueva realidad, aún incierta pero que parece haber venido para quedarse y nos interpela para construir juntos las salidas en el tiempo que nos toca vivir.